Una terraza, un lugar idílico, y un café. La alquimia de la inspiración

No sé por qué, o más bien sé exactamente la razón, por la cual me gustan tanto las terrazas.

En mi casa, mi habitación es la más luminosa. Un ventanal del suelo al techo ocupa una parte importande del espacio en el que habito desde que era niña.

Creo que eso me ha malcriado.

No soporto los sitios mal iluminados, y la luz se ha convertido en un must en cada casa que me ha acogido desde que recuerdo.

Cuando más inspirada me siento, y más despacio quiero vivir, saboreo amaneceres desde que abro los ojos por la mañana a través de ese espacio que me separa del exterior.

Llegó el covid, y agradecí profundamente tener una vía de escape que me conectaba con los demás.

Con los que cantaban.

Con los que gritaban: «Hola Don Pepito».

Abría y sentía que el mundo, aunque al otro lado del marco de mi ventana, se colaba un poco a través de ella para inundar mi cuarto de una suerte de aire tranquilizador. Puro.

La digievolución está claro que es el balcón.

El balcón es la ventana llevada al extremo.

¿Estás dentro o fuera?

Estás en la calle.

Estás en el cielo (vivo en un piso alto).

Estás sobre la cabeza de la gente (vivo en un piso bajo).

Estás en el aire.

Mis abuelos viven en un 11. Recuerdo envidiar su cuarentena en ese balcón. Saber que en cualquier momento podían salir «fuera» y hacer de ese «fuera» su «dentro».

Sacarse un café y colorear el exterior con una escena costumbrista a los ojos de cualquier viandante.

Para mi el balcón es el escenario perfecto en el que me imagino diseñando historias.

Cogiendo ideas que el viento me susurra al oído y el horizonte me proyecta.

En fin. Que un día, un buen día, estaré en uno, con un café a mi lado, tecleando mi próxima historia atravesada por un rayo de luz inundando mis células de vitamina D. Y el mundo lo sabrá, solo tendrá que mirar al balcón.

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